¡Qué poco sabemos meditar! ¡Cuánto nos cuesta sentarnos sencillamente y contemplar! Pero de niños no era así; de niños sabíamos estar solos con el universo; nadie tenía que enseñárnoslo porque traíamos la lección muy bien aprendidita del lugar del que procedíamos. Luego, nos fuimos aclimatando a este mundo, y decidimos adentrarnos en la forma de entenderlo de los adultos (¡como si éstos realmente entendieran el mundo!). Y nos fuimos alejando de nosotros mismos; incluso nos fuimos alejando de nuestra raíces y supusimos que sin la mediación de alguien que nos guiara, no sabríamos retornar al centro mismo de nuestro ser. Y no sólo buscamos ayuda sino que cedimos nuestro propio poder, porque nos daba miedo hacer uso de él, y porque nos resultaba más cómodo que otros asumieran ese trabajo. Pero la pereza y el miedo tienen un precio muy alto: la pérdida del sí mismo.
Meditar es centrarse. Para ello sólo es necesario tranquilizarse y permitir sentir lo que somos; no sólo saberlo o intuirlo sino sentirlo. Y vernos como la parte del universo que somos para poder conectarnos con las otras partes sin dejar cada uno su propia esencia y poniéndola al servicio de todos los demás.
Detente, siéntate, respira, cierra los ojos y ábrete a la posibilidad que te abren tus propias capacidades. No tienes derecho a no desarrollarlas y a no compartirlas. Mírate en ese espacio que se te ha dado, y comprende que hay muchos más que están esperando que desees encontrarlos. ¡Y no tengas miedo! Desecha y mejora lo que no te guste, y enriquécete con los grandes descubrimientos que puedes hacer en un simple rato de meditación: sólo cerrando los ojos y disponiéndote a ser. ¡Tan sencillo como eso! Como hacías cuando eras niño pero aportando la consciencia de tu propia madurez. Haz un hueco en tu tiempo para vivir un momento de meditación y todos nos beneficiaremos de ello.