En ocasiones uno se sorprende ante los juicios que pueden establecerse sobre ciertas personas atendiendo más a la impetuosidad de sus palabras que a las acciones que realizan.
Y es así. Con el calor de ciertas situaciones uno dice cosas que surgen de manera visceral y se transmiten por su boca; cosas que pueden obedecer a multitud de motivos y razones, no digo lo contrario, pero cosas que es necesrio confrontar con la realidad, y la realidad se manifiesta en obras.
Una persona, por ejemplo, siempre ofrece una invitación para sus amigos, pero el hecho es que nunca la ejerce; sin embargo, lo que queda en el recuerdo de muchos es lo bondadosa que es esta persona por sus constantes invitaciones (que la gran mayoría olvida que nunca se efectuaron).
Por el contrario, existen las personas aparentemente malencaradas que dejan claro que no van a realizar ningún favor a nadie, pero que, a la hora de la verdad, son capaces de muy grandes acciones. ¿Y cómo son juzgadas por la mayoría? Como personas sin corazón que nunca hacen nada; confundiendo una vez más lo que se dice con lo que se hace.
Jesús lo explicó a las mil maravillas con esta parábola:
La parábola de los dos hijos
Mt, 21, 28-31
¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos y, dirigiéndose al primero, le dijo: "Hijo, quiero que hoy vayas a trabajar a mi viña".
Él respondió: "No quiero". Pero después se arrepintió y fue.
Dirigiéndose al segundo, le dijo lo mismo y éste le respondió: "Voy, Señor", pero no fue.
¿Cuál de los dos cumplió la voluntad de su padre?
(Evangelio extraído de Catholic.net)