Ya de vuelta de las vacaciones, me gustaría traer a la reflexión algo que ha sucedido en ellas.
Llevamos mucho tiempo arrastrando una sequia que hace que, incluso aquellos que menos gustan de este fenómeno, lleguen a anhelarlo. Daba pena ver los campos secos y las cosechas perdidas, por no hablar de esa escasez de agua que afecta incluso al propio ánimo. Y entonces llega la época de Semana Santa; un tiempo en el que muchos desean disfrutar de unas vacaciones al sol e incluso dándose algún que otro chapuzón en la playa. También los hay que, siguiendo la tradición, esperan con ilusión ver salir el paso de Semana Santa de su devoción en las diversas procesiones que se celebran por toda España. Y ¿qué ocurre entonces? ¡Que llueve!
Por fin, tras meses de sequía, el cielo descarga agua por aquí y por allá, sin tener en cuenta la fiesta de muchos.... O quizá precisamente por eso. Sí, porque me pregunto si acaso no habremos sabido ver las bendiciones que aportó esta anhelada lluvia y nos quedamos sólo en los obstáculos para nuestra felicidad momentánea. Es verdad que si no hubiera llovido, quienes buscaron playa habrían disfrutado de muchos mejores baños de lo que realmente sucedió; también es cierto que sin lluvia muchas procesiones no se hubieran anulado y los lloros de muchos cofrades no habrían existido (al menos por esa razón, dando paso únicamente a los provocados por la emoción). Pero, ¿qué ocurre? ¿Estamos tan ciegos que preferimos sacrificar un beneficio a la larga por un placer momentáneo?
Creo que no supimos ver la bendición del cielo en forma de agua, y me pregunto si no sucederá eso mismo con la muerte de Cristo, que nos quedamos en el drama y no sabemos trascender sobre los beneficios; que nos quedamos en la Pasión y no sabemos contemplar y vivir la Resurrección. ¿No será hora de que aprendamos a hacerlo? ¿No aprenderemos nunca a desprendernos de la tristeza y de la queja del momento para vivir la plenitud de la vida bendecida por Dios?