Imagina una gran escalinata que asciende muy pero que muy hacia lo alto. Ante ella, lo primero que hay que hacer es alcanzar el primer peldaño, y luego otro, y otro, y otro, hasta llegar a lo más alto. Cada peldaño es diferente; unos son más altos y otros más bajos; unos parecen más lisos y otros están llenos de rebordes peligrosos; pero todos los que se encuentran ante la gran escalinata siguen subiendo con la esperanza y el deseo de llegar a la cima.
¿Y qué sucede una vez arriba? Allí, uno se da cuenta de que ya no puede seguir avanzando pues parece haber llegado al límite de esa escalinata. Sin embargo, algo en el interior de cada uno le hace saber que aún no ha alcanzado la meta, que aún queda mucho camino por recorrer. ¿Qué hacer entonces? Se mire para donde se mire, no parece encontrarse nada más... ¡pero tiene que haberlo! Es imposible que no sea así. Y entonces es cuando se da la gran convulsión que nos hace seguir avanzando incluso cuando parece que no hay nada más... ¡porque lo hay! Y sólo queda una salida: dar el gran salto cuántico que nos conduzca a una nueva escalera. Y allí comenzaremos por el primer peldaño, pero un peldaño situado mucho más arriba de la cima de la anterior escalera.