Hace unos años tuve una experiencia que mucho me enseñó y que quisiera compartir aquí por la lección que pudiera aportar, así como me la aportó a mí.
Una de mis amigas había decidido ir a pasar unos días con su hijo a la ciudad de Toledo y me invitó a disfrutar con ellos uno de esos días. Ni corta ni perezosa me metí en un tren de cercanías dispuesta a pasármelo muy bien ya que, entre otras cosas, esa ciudad tiene un encanto especial para mí.
Desgraciadamente, cuando el tren inició la marcha me di cuenta de que había elegido un asiento que iba en dirección contraria al sentido del tren; algo que me disgustaba bastante. Miré hacia atrás, y vi con alegría como uno de los asientos en la dirección adecuada según mi gusto estaba libre, así que rápidamente me cambié de lugar no fuera a adelantárseme alguien.
Lo hice tan rápido que no me fijé en el hombre de unos 30 o 35 años que estaba sentado justo enfrente y me miraba con cara de sorpresa. Cuando me percaté de su presencia, y de su mirada, decidí que tenía que darle algún tipo de explicación, no fuera a creerse lo que no era. Así que le expliqué que no me gustaba el otro lugar porque iba en sentido contrario a la dirección. Sin dar palabra, aquel hombre joven me siguió mirando con cara de sorpresa, e incluso de cierta inocencia. Así que le repetí lo que sucedía, y él empezó a hablar de algo intrascendente. Fue de esta manera como pude detectar que no era español, y aunque hacía encomiables esfuerzos para hacese entender en mi idioma, lo cierto es que mucho éxito no tenía el hombre. Así que le pregunté si hablaba inglés, pero siguió con su perorata en lo que a su juicio era español (idea que yo no compartía). Como la comunicación se hacía difícil insistí y le pregunté de dónde era; y ahí sí tuve más suerte, porque me contestó que venía de Estados Unidos de América. Así que como, mientras no se demuestre lo contrario, en aquel país se habla principalmente inglés, decidí usar este idioma para entendernos algo mejor (mi inglés, aunque no bueno, era mejor que su español.
He de decir que su detalle al intentar hablar en el idioma del país en el que se encontraba le dio muchos puntos a su favor; pero tampoco hay que abusar y exigir un esfuerzo sobrehumano a quien está dispuesto a colaborar. Lo cierto es que mantuvimos una conversación muy animada y el viaje se pasó rápidamente.
Al llegar a la estación, nos despedimos dándonos una oportunidad de nuevo encuentro. Le dije que yo no podía obligar a mi amiga y a su hijo a compartir el día con él si ellos no lo deseaban; y, por otra parte, él también tenía que decidir si quería hacer la excursión turística solo o acompañado, así que después de sugerirle que fuera a ver el Alcázar de Toledo lleno de símbolos militares (algo que él me había dicho que le encantaba), le propuse que si se sentía con ganas de pasar el día con nosotros y si mis amigos no ponían objecciones, estaríamos a la hora de comer en un determinado punto de la ciudad. Si todos acudíamos, pasaríamos el día juntos; y si no, habríamos disfrutado de un viaje en tren muy divertido.
Mis amigos estuvieron de acuerdo, y, puesto que él acudió a la cita, se puede concluir que el visitante americano también consideró positivamente el encuentro. Fue divertido visitar Toledo todos juntos, y a la vuelta en tren, ya solos él y yo, nuevamente tuvimos oportunidad de dialogar bastante.
Y ahí surgió la gran pregunta. El hombre se había dado cuenta de que mi amiga y su hijo no eran precisamente de la misma raza, y eso le llevó a preguntar por dónde se encontraba el padre; a lo que yo contesté lo que sabía, que estaba en su país de procedencia.
Aquel hombre se endignó mucho y exclamó: "¡Pero cómo un padre puede abandonar a su hijo!"
Viendo su sorpresa, decidí explicarle la situación tal y como la madre me la había contado. Y le dije: "Espera, estás presuponiendo cosas de las que desconoces el origen. Voy a explicártelo. Cuando nació su hijo, se vio claramente que el país que mejores posibilidades podía ofrecer a su hijo era el de la madre, y decidieron que la madre y el niño volverían a éste, mientras que él, por no verse capacitado para vivir en un país distinto, permitiría, por el bien del niño, alejarse de él".
Tras unos minutos de silencio me confesó que él también tenía un hijo con una mujer de una nacionalidad y raza distinta, y que por fín, tras una dura lucha, había conseguido que en pocos días su hijo pasara una temporada con él por primera vez. Hizo otra vez hincapié en que un padre no debe de abandonar a su hijo.
La conversación siguió hasta unas preguntas que le hice, no sé muy bien por qué. Le dije: "Sin entrar en vuestros problemas de pareja, ¿es ella una mala madre?". "No, por Dios, es muy buena madre", dijo él. "Entonces -seguí yo-, ¿por qué quieres quitarle a su hijo?". Y él contestó: "¡Porque es mío también!"
Por supuesto no le faltaba razón pero había que ahondar más en la situación y le pregunté si conocía el idioma de su hijo; me contestó que apenas; y entonces se me ocurrió algo: "¿Por qué le exiges a tu hijo que se acerque a ti, y tú no haces el esfuerzo de acercarte tú a él sin desarraigarle?"
No sé si fue adecuado o no el consejo, pero lo que pretendía mostrar era la importancia de que ambos, en vez de pensar en ellos mismos y en lo que deseaban, pensaran algo más en las necesidades y gustos de su hijo, y buscaran una solución desde él y no desde cada postura particular.
Cuando llegamos a la estación de vuelta de nuestro día de viaje, él me dijo: "¿Sabes? Ha sido un día muy afortunado. Mis compañeros no querían salir y mezclarse con los "nativos" (y eso que una de mis compañeras de trabajo es española), pero yo decidí salir y mezclarme con el pueblo; y resulta que me encuentro a una "indígena" que me habla en mi idioma y con acento americano en lugar de británico; además me muestra un museo de soldaditos que me apasiona, y por último encuentro a una madre y a un hijo que reflejan la situción que vivo... ¿Sabes? Esta noche voy a tener que pensar mucho, pero que mucho, en todo esto y consultarlo con la almohada".
Pero él no era el unico que tenía que aprender una lección; yo también tenía varias gracias a esta experiencia, y, sin duda alguna, una muy fundamental que se me ha quedado grabada y da título a esta entrada es que:
Las casualidades NO existen.