Cuando era bien jovencita, leí una pequeña historia que me aportó una gran enseñanza y que ahora me gustaría compartir con quienes se detengan en este blog.
He buscado el origen de esta historia sin encontrarlo. Creí haberlo leído en Las Florecillas de San Francisco, pero no he conseguido dar con ella en este libro; así que si alguno conoce su ubicación, agradecería que me lo hiciera saber. Pero, puesto que hasta ahora no he podido localizarla, la relataré con mis propias palabras. He aquí la historia:
Había una vez un anciano fraile que todos los días emprendía un largo camino para ir a predicar sobre la bondad de Dios a los habitantes de diferentes aldeas. El camino era pesado, pero nada impedía que lo hiciera para llevar la luz a sus hermanos. Mientras caminaba por los descampados y los montes, gustaba de ir charlando con Dios; e incluso había tomado la decisión de ofrecerle algún tipo de sacrificio para brindarle una prueba de su amor así como de la disciplina que adoptaba diariamente para no quedarse anclado en la pereza o en la falta de resistencia. Su sacrificio consistía en limitarse a disfrutar de la visión del agua de un pozo que encontraba a mitad de un camino seco y difícil; un pozo que parecía llamarle para ofrecerle su clara y pura agua con la que calmar su sed. Pero no, nuestro fraile no bebía, disciplinándose de esta manera y ofreciendo su sacrificio a Dios para que todos sus hermanos alcazaran la Luz. A veces era difícil vencer la tentación pues el camino no siempre resultaba placentero; especialmente cuando apretaba el sol sobre el pobre anciano; pero nada le hacía claudicar de su ofrecimiento. Miraba el pozo, imaginaba las cristalinas aguas que estaban escondidas en su profundo interior, y decidía seguir avanzando. Una vez emprendido el camino nuevamente, elevaba los ojos al cielo, y entonces era cuando podía vislumbrar la complacencia del Padre en su sacrificio, pues una luz aparecía en el cielo para confirmarlo. Aquel regalo conseguía superar cualquier sufrimiento por la sed, y el anciano fraile seguía su camino radiante de gozo.
Un día se le adjudicó una tarea diferente. Un novicio debía acompañarle para aprender todo lo que el anciano le enseñara. El novicio tenía un mandato muy claro: hacer todo lo que su maestro de ese día hiciera. El anciano lo miró con ternura y le animó a emprender el camino, que de sobra sabía era muy fatigoso pero lleno de recompensas. El novicio siguió todas las instrucciones del hermano, sin quejarse ni una sola vez; aceptó los silencios del anciano fraile ante aquellos que no sólo no querían escuchar su predicación sino que se burlaban de él; aceptó el caminar constante para ir a un lugar y otro ofreciendo la luz para quien quisiera ver; aceptó la generosidad que le hacía al viejo ofrecer ayuda a quien la necesitara aunque aquello implicara un esfuerzo de sus manos ya cansadas. El novicio siguió en todo momento el ejemplo de quien aquel día había sido constituido en su maestro.
A la vuelta, el camino se hacía más largo que a la ida, pues el cansancio acumulado pesaba sobre el muchacho, que miraba asombrado cómo el viejo era capaz de soportar la fatiga de aquella ruta tan seca y difícil sin que brotara la más mínima queja.
Llegados al pozo, el joven novicio no pudo reprimir su gozo a la vista de aquel agua que prometía ser fresca y abundante, y que él tanto, tantísimo necesitaba. Pero, como buen discípulo, bien supo reprimir sus ansias, esperando que fuera su maestro el primero en tomar el agua. El anciano miró el pozo, miró al discípulo, y elevó sus ojos al cielo emitiendo una oración que sólo el Padre podía escuchar:
- "Lo siento, Señor, hoy no puedo ofrecerte mi regalo. El pobre muchacho está desfallecido y me da tanta pena, que no puedo obligarle a soportar mi sacrificio. Perdona a tu humilde y necio siervo este acto de cobardía".
Y entonces, se acercó y bebió del pozo; lo que nunca hizo en tantos años de soledad y dureza del camino, lo hizo al mirar a su joven compañero, quien se abalanzó lleno de contento a disfrutar de un agua tan fresca y pura.
Apenado, tras lo que él consideraba un acto de debilidad, elevó los ojos al cielo, y, para su sorpresa, en aquella ocasión no hubo una luz en el cielo, sino que dos bien potentes iluminaban la bóveda celeste afirmando la complacencia de un Padre que prefiere la generosidad al sacrificio.