sábado, 6 de septiembre de 2008

La Leyenda de Bemil - Tercera y última Parte





¡Cuántas desgracias! ¡Cuántos hombres muertos, lugares arrasados! Pero por fin aquel infierno parecía haber concluido y ahora había que empezar a intentar reconstruir las vidas de los que quedaron.

Doña Eulalia sigue con su velo negro de encaje, sus guantes, su rosario y su vestido gris. También continúa con ella Josefa, la muchacha que iba al mercado y que con la guerra fue una
de las pocas que ganó algo: un soldado y dos bolitas rosas que corretean alegremente por las desmanteladas habitaciones que doña Eulalia casi nunca pisó. El resto de la servidumbre se ha ido; la guerra ha sido dura y el dinero de su difunto marido no ha llegado para sostener el servicio; sólo le queda Josefa.

¿Y la iglesia? Ahí está, semiderruida, pero aún así don Guillermo sigue en ella. El párroco de Bemil empieza a tener arrugas en la cara y diríase que todavía está más delgado, pero sigue jugando en la taberna, compartiendo la vida con sus parroquianos, al menos, con los que quedan de ellos.

No suceden demasiados acontecimientos en el pueblo y lo poco que ocurre es mejor mantenerlo en secreto pues son muchas las rencillas, muchos los rencores y el miedo aconseja cerrar la boca a los hombres.

Parece que por fin ha dejado de llover y el sol asoma tímidamente a las ventanas de esta tierra. Se escucha un rumor de gentes que va haciéndose más y más fuerte, hasta que se apodera de la aldea. Vienen a buscar al párroco a la rectoría.

Al salir a la calle, don Guillermo encuentra un gran número de gitanos que le hacen subir a uno de los carromatos, donde, tumbado, se encuentra el anciano de otros tiempos, agonizante ahora.

- Como verá, padre, he cumplido mi promesa. El rey de los gitanos siempre cumple lo que dice".

El anciano no quiso entrar en la rectoría, pues ya que toda su vida la había pasado teniendo por techo al cielo, no quería cambiar en estos últimos momentos; y allí, en la oscuridad de la noche, rodeado de altos pinos, su alma de pronto se fue a reunir con las estrellas.

* * * * * * * *

Don Guillermo no comprendía el significado de las últimas palabras del gitano, pero pronto pudo darse cuenta de que lo que dijera aquel hombre no era nada que pudiera interpretarse como un símbolo, sino que era la pura verdad: aquel anciano había sido el REY DE LOS GITANOS.

En los días que siguieron al sepelio, Bemil se convirtió en el lugar donde convergían las más diversas tribus de gitanos: los gitanos del mundo entero hacia allí se dirigían; gitanos de los más
recónditos países, todos unidos por un mismo sentimiento.

A la iglesia semiderruida iban pasando los gitanos. Sus rezos ocupaban todo el día. El sacristán estaba asustado, casi no podía creerlo, desde que aquellos hombre y mujeres habían llegado al pueblo, los cepillos de la iglesia se llenaban con tanta frecuencia que debía vaciarlos varias veces al día. ¿Había ocurrido esto alguna vez, aún antes de la guerra? Con el tiempo se reconstruyó la iglesia con el dinero que los gitanos habían ido donando. ¡Quién lo hubiera
pensado! ¡Una iglesia reconstruida por los gitanos!

* * * * * * * *

Igual que el anciano, don Guillermo también cumplió; no sólo rezó una oración por su alma, sino que celebró varias misas pidiéndole a Dios, con humildad, que acogiera al gitano en Su casa. Quizá durante toda su vida, al celebrar la Santa Misa, don Guillermo siempre pensó en su amigo; y, cuando, le llegó la hora al párroco de Bemil, quién sabe si allá en el firmamento, un gitano viejo de ronca voz lo estaba esperando.


Nota: Esta historia, aunque novelada, es un tributo a alguien que realmente existió. En el cementerio que rodea la iglesia de Bemil, aún hoy puede verse la tumba de don Guillermo. Allí estuve hace años, y alguien del pueblo, al igual que ya lo hiciera antes mi padre, me corroboró la base de esta leyenda. La foto de don Guillermo está recortada de una foto de mi familia en la que él (y su hermana) aparecen en su juventud.