Don Guillermo tenía prisa, pero aquel sacristán no se aclaraba. Ya las mujeres estaban en la iglesia; doña Eulalia, con su velo negro de encaje, su rosario de plata en las manos y aquel misal de piel que más de una envidiaba. Doña Eulalia no vestía de negro como las mujeres de la aldea; no, su color era el gris... ¡Hacía tan distinguido!
Aquel invierno del 35 estaba revuelto; había demasiados rumores. Los hombres hablaban de política más de la cuenta, mientras que las mujeres acudían como siempre a la iglesia... por tan diversas razones: unas, porque era lo que debía hacerse; otras, para pedir a Dios por sus hombres que habían partido más allá del inmenso océano que rodea las costas gallegas... ¡Había tanto por lo que pedir!
¡Pobre Galicia! ¡Pobres sus pueblos! Situada en un extremo de España, parecía que a nadie preocupaba su estado. Gracias que Dios había provisto bien aquella tierra y, aunque el dinero de las industrias nunca llegara a ella, a sus gentes no les faltaba comida pues sus tierras son fértiles y siempre verdes.
Las tierras gallegas están divididas en pequeñas parcelas debido a las distintas herencias que muchos dejaron a sus hijos. Son tan pequeñas que económicamente valen poco, pero, al menos, dan a sus habitantes la comida diaria. En sus tierras se dan las patatas, el maíz, los grelos..., diríase que todo puede cosecharse allí. ¡Hasta en la huerta de los Porriño se consiguieron plátanos!
Y empezó la Misa... Doña Eulalia, aunque es la mujer rica y noble del pueblo, no entiende latín; quizá sea por eso por lo que sigue rezando el Rosario, mientras el pobre don Guillermo se esfuerza en decir la Misa.
Luego, el trabajo. Hay que trabajar los campos. ¡Cuántas mujeres sostienen la azada en estas tierras! Tantos hombres se han ido a la Argentina que son ellas las que tienen que llevar el pan a sus hijos. Quizá sus maridos vuelvan un día cargados de dinero, como volvió Dionisio Daponte, del que dicen que “tragó la bolicha”. ¡Ha vuelto tan pomposo! Hasta su acento cambia cuando habla con los del pueblo pues eso parece que le da un gran prestigio. Vive en un inmenso pazo y le gusta contar a sus paisanos lo que él hacía en aquellas pampas, o, quizá, lo que él imagina que hacía.
La casa de doña Eulalia es tan grande que muchas de sus habitaciones no las pisa en mucho tiempo. Aunque es viuda, le ha quedado lo suficiente como para mantener a sus cuatro hijos y a todo el servicio. Le agrada ir a la compra con una de sus criadas; la pobre muchacha va acarreando los pesos y tiene que pararse aquí y allá mientras su señora habla con las otras damas importantes del pueblo; así, acompañada, los muchachos no se atreven a decirle nada y ni tan siquiera puede sisar algún que otro patacón.
Cuando don Guillermo termina sus ocupaciones en la iglesia, sale con su larga sotana negra a ponerse en contacto con las gentes del pueblo. Casi siempre se le ve jugando a las cartas o al dominó en la taberna, rodeado de paisanos y hablando sin ninguna afectación. Era un buen hombre el párroco de Bemil. Allí, en aquel pueblo, desarrollaba sus funciones lo mejor que podía y sabía, siendo querido y respetado por su gente, aunque nunca faltasen comentarios sobre su gusto por el juego en la taberna o sobre lo pobremente vestido que iba; pero, habando de esto, muchos pasaban el rato y era algo que no hacía mal a nadie pues, a la hora de la verdad, era a él a quien iban a pedirle la última Comunión, el Bautismo, el Matrimonio...
Don Guillermo era delgado, debido seguramente a la escasa alimentación que recibía. La hermana del párroco pasaba su vida haciendo números que lograran encajar las cuentas de la casa; la comida, por tanto, había de ser frugal a la fuerza. De vez en cuando, algunos buenos vecinos se acercaban a la rectoría con algún poco de caldo o con una empanada recién hecha, o bien con alguna trucha recién pescada. De todos modos, nunca se sabía cuándo iba a sobrar comida o cuándo no, ya que aquel cura era tan singular que continuamente llevaba a algún que otro invitado a su mesa, pensando quizá aquello de que Dios proveerá.
Mientras echaba su partida habitual, un incidente que llamó su atención se desarrollaba en la taberna. Farruco, el tabernero, intentaba echar de su establecimiento a un gitano de edad y a otros dos más jóvenes que lo acompañaban. Había un gran escándalo; los parroquianos, sin pensarlo dos veces, se pusieron de parte del tabernero ya que no querían gitanos en su pueblo, y el hecho de que hubieran entrado allí aquellos tres no podía significar otra cosa sino que una caravana de los de su raza había llegado a Bemil.
No se equivocaban aquellas gentes; en las afueras de la ladera, junto al río, acababan de acampar unas pocas familias de gitanos.
Don Guillermo, queriendo mantener la paz en el lugar, decidió dirigirse al anciano y con buenas palabras lo sacó a él y a los otros dos de allí, llevándolos a su humilde casa. ¡Qué habitación encontraron aquellos hombres! ¿Cómo podía ser posible tanta pobreza?
Don Guillermo pidió al anciano que todos sus compañeros se comportaran rectamente, sin hurtos ni riñas entre ellos, ni nada que pudiera escandalizar a sus fieles; a cambio, él se encargaría de que los ánimos volvieran a su cauce. Al hablar, lo hacía dirigiéndose al anciano ya que los otros dos gitanos parecían respetarlo profundamente y hacer caso de sus observaciones.