Muchas escuelas de pensamiento nos dicen que venimos a la Tierra a aprender. Yo creo que venimos a muchas cosas que se resumen, entre otras, en dos: venimos a experimentar y a aprender conociendo.
Y una forma de aprender es a fuerza de errores. Errores cometidos por uno mismo o por los demás; pero a fuerza de probar, uno puede ir desechando esos errores hasta alcanzar la mejor vía.
Es verdad que muchas veces creeemos que hacemos más o menos todo lo que podemos por nuestra parte, y sin embargo no parece que obtengamos los resultados deseados. Es entonces cuando en una ocasión me puse a meditar sobre este tema. Y mi meditación comenzó con una profunda queja: ¿Por qué? ¿Por qué sigue sucediendo esto y lo otro? ¿Porqué?
Ante mis preguntas, la respuesta que percibí en lo profundo de mi pensamiento fue ésta:
“Venimos a la Tierra a aprender y por tanto a cometer errores.”
Bien, era una respuesta, pero una respuesta que en vez de apaciguarme me inflamó de ira. ¡A aprender! ¿A aprender? ¿Siempre yo? ¿Siempre tengo que esforzarme hasta el límite? ¿Es que siempre lo hago todo mal? ¿No hay ni una ocasión en la que actúe adecuadamente?
La desesperanza para mí era inmensa. Sentía un enorme reproche que venía de lo Alto. Asumía que con aquella frase se me estaba reconviniendo. Además, semejante respuesta parecía situarme a mí en el escalafón más bajo de la humanidad; pensaba yo que me consideraban profundamente inepta y que nunca conseguía aprender, pero no así los demás que sin duda tendrían razón.
Por supuesto, no pongo en duda que cometo errores, pero a veces la cosa no parece tan clara, ¿verdad? Y entonces vino la sorprendente respuesta a mis quejas y que alivió mis penas puntuales.
“No sólo eres tú quien comete los errores.
Los otros también aprenden a través de los que cometen contra ti.”
Los otros también aprenden a través de los que cometen contra ti.”