jueves, 12 de junio de 2008

Jesús y los mercaderes del Templo

En los Evangelios existe un pasaje en particular que es muy difícil de entender. Se trata del aparente acceso de cólera de Jesús al expulsar a los mercaderes del templo. Mucho se habla sobre ello, mucho se discute, pues es realmente difícil conciliar esta aparente cólera con alguien que decía también cómo había que ofrecer la otra mejilla a quien nos golpeara el rostro. Noto que en los Evangelios no suelen darse muchos detalles: o bien se nos transmite directamente la conclusión a la que ha llegado determinado evangelista, o bien se nos habla de hechos, pero sin especificar detalles, a mi modo de ver, significativos para poder evaluar determinadas situaciones sin sacarlas de contexto. ¿Y si las cosas hubieran sucedido de esta manera?

Jesús en el Templo

Para empezar a relatar esta historia, hay que imaginar el deseo ardiente del Maestro para mostrar el verdadero camino a quienes tanto amaba.

Aunque a Jesús le gustaba orar en la soledad del monte, además acudía al templo donde su Padre también estaba, ya que no existía ni un solo lugar de la tierra en donde no se presentara.

Al templo acudían muchos fieles con diversos propósitos. Uno muy repetido era buscar el perdón o el favor de Dios. Los seres humanos jamás se sentían perdonados y por eso hacían sacrificios para asegurarse el perdón divino. Por otra parte, se veían tan impotentes y con tan escaso valor por ellos mismos que debían interceder la bondad del Padre a cambio de sacrificios.

Los seres humanos no habían entendido. A pesar de leer las escrituras en la sinagoga, no conseguían aceptar la palabra del Padre materializada a través de Isaías: “Misericordia quiero, y no sacrificios”. El Padre valoraba más la misericordia que cualquier sacrificio, pero el Padre también entendía la fragilidad humana y sabía que muchos de sus hijos se sentían tan indignos que necesitaban ellos mismos los sacrificios, y Él los aceptaba por amor, sólo por amor, pues de sobra era dueño de todo, hasta de los sacrificios, como para imponerlos a seres tan desvalidos.

En el atrio del templo podían conseguirse los diversos animales para el sacrificio; incluso existían mesas de cambistas, ya que en el templo, los sacerdotes aceptaban como única moneda válida aquella decidida por ellos, así que el papel de los cambistas era muy necesario según las órdenes de los sacerdotes del templo.

No sólo existían aves costosas para ofrecer los sacrificios; las había también más baratas para quienes no contaran con excesivos recursos, pero no todos querían resignarse a una ofrenda tan pobre y buscaban dinero para poder acercarse al sacrifico de manera más digna.

Y entonces apareció la mujer; había mendigado toda la mañana para obtener el dinero necesario para una hermosa tórtola. En su pensamiento, no veía otra forma de complacer al Padre; no quería ofrendarle una simple paloma, precisaba algo más hermoso; tenía mucho que pedir, los problemas la abrumaban y quería ofrecer a su Señor lo mejor que pudiera conseguir para Él.

Pero el dinero mendigado no alcanzaba. Faltaba muy poco, era cierto, pero ya iba a cerrarse el templo del sacrificio y ella no podía esperar más. Armada del valor de quien pide algo justo, se acercó a los vendedores del templo, ofreciendo todas las monedas recolectadas y solicitando la más bella de las tórtolas que allí estaban. Los vendedores se miraron unos a otros; no podían entender el descaro d
e la mujer o su muy amplia ignorancia. Aquel dinero no alcanzaba, pero si lo deseaba había aves más baratas para realizar su ofrenda.

-No lo entendéis, necesito la más hermosa de las tórtolas, ésa fue mi promesa al Que Es.


-Entonces, acude cuando hayas tenido bastante. ¿Es que no lo ves? Tu dinero no alcanza.

-Apiadaos de mí, por favor. No puedo seguir esperando; es urgente mi petición.


Pero los vendedores del templo no se conmovieron ante el dolor y la preocupación de la mujer.

-¿No tenéis oídos para mí? ¿Permitiréis causar esta perdición a una anciana que os implo
ra?

La pobre mujer estaba convencida de que la única manera de que Dios la escuchara sería cuando le ofreciera la tórtola de antemano seleccionada. Es verdad que poco confiaba en la bondad del Padre, pero ¿qué otra enseñanza tenía en la tierra? Los hombres le daban según el pago que ella hiciera, ¿por qué el Creador de todo debía actuar de otra manera?


Unos oídos la escucharon. Más que los oídos fue la sensibilidad completa del Maestro para quien nadie pasaba desapercibido. Él sabía que su Padre ya se había apiadado de la mujer, pero también era consciente de que para ella aquello no significaría nada si no obtuviera pruebas, así que decidió actuar en su favor.

Podía pedir a cualquiera de sus discípulos el dinero que faltaba y dárselo a la mujer, pero a Jesús no le gustaba dejar las cosas a medias. Si la anciana precisaba saber, no menos los vendedores. Todos debían aprender de aquella situación. Estaba dispuesto a ofrecerles una oportunidad de mostrarse a sí mismos y a los demás la generosidad que habían escondido en algún lugar de sus conciencias.

Y Jesús se acercó sin más, con esa mirada dulce y profunda que parecía penetrar a quien con él hablaba. Y les hizo entender a los vendedores la oportunidad que se les brindaba; ¿por qué no ayudaban a aquella mujer? Si así lo hacían, podían estar seguros de que no habrían perdido el día.

Los vendedores quedaron sobrecogidos. Gran parte de quienes por allí estaban empezaron a prestar atención a todo lo que sucedía, y las opiniones de unos y de otros se empezaron a manifestar. Era verdad, quizá no fuera necesario pagar el dinero por una tórtola o por un pichón. ¿Qué podían ellos ofrecer a Dios?

Algunas de estas ideas empezaron a considerarse peligrosas por quienes allí tenían instalados sus tenderetes. Si se hacía una excepción, pensaron muchos de ellos, al final se convertiría en una nueva regla que los dejaría a ellos sin ganancias; no podían permitirlo.

Claro que no todos pensaban de la misma forma; los había que comprendían el mensaje del Maestro y querían hacer uso de la virtud de la misericordia. Pero los enemigos del Maestro no quisieron desaprovechar la ocasión y simularon un altercado del que luego culparon al mismo Jesús.


Las mesas empezaron a caer y el miedo se extendió por el atrio del templo. Ya nadie sabía en realidad lo que pasaba ni quién había iniciado el tumulto, pero las voces que culpaban al Rabí sonaban más y más fuertes hasta conseguir imponerse.

Y el Maestro contempló con tristeza la dureza de unos hombres que no sabían liberarse de su falta de misericordia.