sábado, 31 de enero de 2009

Akhenaton y su búsqueda de Dios - 2ª Parte

Akhenatón, el rey hereje, como lo llamaron quienes o bien no lo quisieron o no pudieron comprenderlo, hizo el gran esfuerzo de atraer la luz de Dios a los hombres.

La casta sa
cerdotal había secuestrado al dios y lo había encerrado en lo profundo del templo. Pero mi padre veía a Dios en todas partes y no un único día, aquel en el que Amón era sacado en procesión para deparar bendiciones. ¿Es que no podían ver todos que el creador del universo derrocha bendiciones constantes y no sólo en momentos puntuales?

Al amanecer, nos reuníamos a ver el disco solar, la manifestación que mi padre escogió para representar a D
ios. ¿Quíen mejor que un ser potente y lleno de energía que lanzaba con sus rayos, en forma de dulces manos, caricias a toda su creación?

La luz no puede ocultarse, y Akhenaton lo supo y quiso compartirlo... pero... no se lo permitieron; ni me lo permitieron a mí; el miedo fue más grande que mis convicciones, y hoy lloro tal cobardía.

Con mis padres como fieles oficiantes, desde templos totalmente abiertos cuya bóveda era el cielo, cantábamos al Dios de la creación, en la manifestación que más podíamos comprender. Allí no había nada oculto sino que la luz lo impregnaba todo. Aún resuena en mis oídos, la voz de mi padre, acompañado con el sistro que tocaba mi madre:

Tú fecundas a las mujeres,
cuando provocas la vida del hijo
en el cuerpo de la madre.
Tú l
e das satisfacción al acallar sus llantos,
cuando le nutres aún en el cuerpo materno
y le das el Soplo de l
a Vida a todo aquel creado.
Cuando él desciende de las entrañas ha
cia fuera,
es el día en que nace.
Entonces, Tú abres su boca complet
amente
y provocas la proeza.




Yo les miraba y veía devoción en sus rostros. Miraba
al cielo y sentía que Dios estaba también en mí. Pero a los demás aquello no parecía hacerles gracia. Necesitaban controlar al Creador y lo encerraban en la oscuridad de sus templos provocando así misterios estrechos y pequeños, sin darse cuenta de que nada ni nadie puede ensombrecer al Gran Misterio.

Y continúabamos orando junto a él y Nefertiti, mi hermosa madre; hermosa por su belleza y por su devoción, que ninguno supo tampoco entender:


Cuán numerosas son tus creaciones.

Tú has creado la Tierra según tu Voluntad.

Tú eres el Único creador de todos los hombres,
el ganado y todo animal que est
á sobre la Tierra
yendo sobre sus pies
o que se levanta en el Cielo
vo
lando con sus alas,
así como el
creador de los Países Extranjeros.
Tú colocas a cada hombre en su lugar
y provees sus necesidades.
Cada uno tiene su alimento
y contada la duración de su existencia.

Sus le
nguas están separadas en idiomas,
igual que sus rasgos físicos y sus pieles,
porque Tú
has hecho distintos a los pueblos.

Sí, mi padre me decía que todos éramos distintos, pero igualmente hermosos, porque el Creador de todo no puede crear nada que no le haga honor a Él. Pero, claro, ahora me doy cuenta, aquello era peligroso porque, si todos éramos hijos del mismo Padre, ¿cómo podíamos sojuzgarnos los unos a los otros? No, no era la idea de Dios la que creaba distinciones jerárquicas, sino... las de los hombres.

No supe ser valiente; no supe defender la fe y el amor que recibí, pero sigue saliendo de mi corazón y de mi boca la insistente oración que oí proclamar a mi padre, una y otra vez, en compañía de mi añorada madre; y, aún avergonzada, arrepentida y humillada, sigo recitándola en silencio desde donde cualquier lugar en el que me encuentro:

Tú estas en mi corazón.

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