Normalmente el ser humano parece entender la oración como un “hablar con Dios”. Así, uno se dispone a mantener una plática donde la persona comienza a exponer diferentes cuestiones: peticiones, acciones de gracias, desahogos, quejas. El problema es que uno habla y habla, pero no obtiene respuestas. Sin embargo, ¿es esto verdaderamente así?
Muchos religiosos nos dicen que tenemos que estar dispuestos a “escuchar a Dios”. Lo que ocurre es que muchas veces, a lo mejor, no sabemos hacerlo y otras, no queremos oír lo que Él tiene que decirnos. Mi experiencia también contempla el llamado “silencio de Dios”. Y sí, ésa es una experiencia sobrecogedora pero, probablemente, necesaria.
Imagino que cuando Dios nos contesta con el “silencio”, cuando realmente es Él quien no nos contesta en vez de ser nosotros que no queremos oírle, ese silencio tiene que obedecer a causas. Quiero aventurar alguna. Pudiera ser que Dios quiere que encontremos nosotros la respuesta; ayudándonos así a crecer y apostando por nosotros, pues nos trata como seres capaces. Es muy probable que, aunque no hagamos otra cosa que hablar, en realidad no nos sepamos ni siquiera escuchar a nosotros mismos, y así, nuestro Creador nos permite averiguar quiénes somos a través de su silencio.
Pero la escucha atenta también puede provocar respuestas. Y esas respuestas vienen de muy diversas formas; bien como acontecimientos, o bien como imágenes que nos sugieren aspectos profundos que se adentran en nuestro interior y que, poco a poco, van mostrando capas y más capas de comprensión.
Y otras veces las respuestas aparecen incluso como pensamientos. Pensamientos precisos, nada recargados, sencillos pero de una intensidad y una profundidad rotunda que apenas uno puede transcribir en su genuina austeridad lingüística. Pensamientos que son bendiciones, y que a veces me gusta transcribir aunque no consiga hacerlo con la simplicidad que aparecen.
Hay quien dice que esos pensamientos son productos del interior, y otros los achacan a quien es más grande que nosotros. Pero he aprendido a valorarlos, con independencia de su origen, porque, si proceden del interior, me pregunto ¿y de quién procede nuestro interior?
Aconsejo estar atento a la escucha y permitirla, valorándola; porque, si el pensamiento es incongruente o dañino para uno o para los demás, no hay duda de que la procedencia es el equívoco en el que nos sumimos; pero si es clarificador y sólo atrae bienestar al mundo, no está de más sopesarlo y tenerlo en cuenta.