La aldea constituía un gran alivio para quienes se aventuraban a penetrar en el desierto. Allí todo era vida en la que se respiraba un profundo sentido de hermandad. Sin embargo, para él apenas existía diferencia entre el desierto o el pueblo, ya que en ambos se sabía habitando aquello que constituía su hogar, su sagrado lar.
Al Harum visitaba con frecuencia aquel pueblo con casas semejantes unas a otras y con un agradable trasiego de seres humanos rodeados del inmenso desierto, del imponente azul del cielo y de aquellos otros seres vivientes que ayudaban en el transporte o bien ofreciendo el don de su leche.
Aunque las casas se levantaban en las estrechas calles de la aldea, cuando Al Harum llegaba se le ofrecía una enorme tienda hecha de pieles donde el pueblo podía encontrar el gran placer de su compañía. Y él los miraba a todos y a todos ofrecía una sonrisa. El hombre del desierto, el hombre santo reposaba la mirada sobre ellos; el hombre santo les hacía entrega de su sabiduría sin palabras a través del don más preciado: el amor.
Todos buscaban su compañía y todos buscaban su bendición. Las nuevas parejas que querían recorrer el camino de la vida a través del amor, las jóvenes madres que llevaban en su seno los nuevos frutos de la humanidad, los ancianos que deseaban alcanzar la serenidad que les ayudara a afrontar su destino; todos acudían a Al Harum y él a todos recibía.
Algunos en la aldea contaban que cuando Harum era niño, vivía entre las serpientes y éstas no le hacían ningún mal sino que, por el contrario, ofrecían aquello que albergaban en su interior y que, tratado de cierta manera que sólo Harum conocía, servía de manera eficaz para combatir múltiples enfermedades. Así fue como empezó a crecer su fama sin que nunca menguara.
Al Harum había mantenido siempre una confianza tal en el proceso de la vida, que todos en la aldea pudieron darse cuenta de que era un elegido de Dios. Para Harum la soledad o la compañía no eran más que dos caras de una misma moneda y nunca se mostraba a disgusto utilizara una o la otra. Sabía que a un ciclo le sigue otro y que su labor consistía en asimilar esos movimientos con plena y absoluta confianza en aquel que nos da la vida.
Mucho tiempo pasaba retirado en la soledad de los desiertos; y allí, subido a las más altas dunas, hundidos sus pies en la cálida arena, miraba hacía el cielo y buscaba al Gran Hacedor. Lo buscaba con reverencia y amor; y sabía que lo encontraba cuando quedaba embargado de un inmenso gozo, de una serena seguridad y de un tierno amor.
Los momentos de comunión con el Hacedor eran muy importantes para Harum. En ellos recobraba la conciencia de quién era; al fin y al cabo él también procedía del Santo Hacedor, él también era su hijo; también Harum era parte de ese Misterio Sagrado que tocaba tan profundamente su corazón.
Caminaba kilómetros y kilómetros buscando la sola compañía de aquel que era el origen de todo. Tras aquellos tiempos de reencuentro, Harum continuaba su misión y llevaba el gran don que se le había concedido a sus hermanos del desierto. Todos recibían la palabra a través de Harum que sólo encontraba la felicidad cumpliendo con aquello para lo que había venido al mundo.
Nunca echó nada en falta; si en algún momento sentía nostalgia del Hacedor, pronto recordaba que siempre estaba unido a él; ¿al fin y al cabo no eran lo mismo? Una parte contiene aspectos del todo y él se sabía parte de ese Gran Dios Creador. Nunca olvidó aquella conexión y eso hacía que pudiera entregar el amor que llevaba dentro de sí sin que por ello sufriera en modo alguno.
Al Harum visitaba con frecuencia aquel pueblo con casas semejantes unas a otras y con un agradable trasiego de seres humanos rodeados del inmenso desierto, del imponente azul del cielo y de aquellos otros seres vivientes que ayudaban en el transporte o bien ofreciendo el don de su leche.
Aunque las casas se levantaban en las estrechas calles de la aldea, cuando Al Harum llegaba se le ofrecía una enorme tienda hecha de pieles donde el pueblo podía encontrar el gran placer de su compañía. Y él los miraba a todos y a todos ofrecía una sonrisa. El hombre del desierto, el hombre santo reposaba la mirada sobre ellos; el hombre santo les hacía entrega de su sabiduría sin palabras a través del don más preciado: el amor.
Todos buscaban su compañía y todos buscaban su bendición. Las nuevas parejas que querían recorrer el camino de la vida a través del amor, las jóvenes madres que llevaban en su seno los nuevos frutos de la humanidad, los ancianos que deseaban alcanzar la serenidad que les ayudara a afrontar su destino; todos acudían a Al Harum y él a todos recibía.
Algunos en la aldea contaban que cuando Harum era niño, vivía entre las serpientes y éstas no le hacían ningún mal sino que, por el contrario, ofrecían aquello que albergaban en su interior y que, tratado de cierta manera que sólo Harum conocía, servía de manera eficaz para combatir múltiples enfermedades. Así fue como empezó a crecer su fama sin que nunca menguara.
Al Harum había mantenido siempre una confianza tal en el proceso de la vida, que todos en la aldea pudieron darse cuenta de que era un elegido de Dios. Para Harum la soledad o la compañía no eran más que dos caras de una misma moneda y nunca se mostraba a disgusto utilizara una o la otra. Sabía que a un ciclo le sigue otro y que su labor consistía en asimilar esos movimientos con plena y absoluta confianza en aquel que nos da la vida.
Mucho tiempo pasaba retirado en la soledad de los desiertos; y allí, subido a las más altas dunas, hundidos sus pies en la cálida arena, miraba hacía el cielo y buscaba al Gran Hacedor. Lo buscaba con reverencia y amor; y sabía que lo encontraba cuando quedaba embargado de un inmenso gozo, de una serena seguridad y de un tierno amor.
Los momentos de comunión con el Hacedor eran muy importantes para Harum. En ellos recobraba la conciencia de quién era; al fin y al cabo él también procedía del Santo Hacedor, él también era su hijo; también Harum era parte de ese Misterio Sagrado que tocaba tan profundamente su corazón.
Caminaba kilómetros y kilómetros buscando la sola compañía de aquel que era el origen de todo. Tras aquellos tiempos de reencuentro, Harum continuaba su misión y llevaba el gran don que se le había concedido a sus hermanos del desierto. Todos recibían la palabra a través de Harum que sólo encontraba la felicidad cumpliendo con aquello para lo que había venido al mundo.
Nunca echó nada en falta; si en algún momento sentía nostalgia del Hacedor, pronto recordaba que siempre estaba unido a él; ¿al fin y al cabo no eran lo mismo? Una parte contiene aspectos del todo y él se sabía parte de ese Gran Dios Creador. Nunca olvidó aquella conexión y eso hacía que pudiera entregar el amor que llevaba dentro de sí sin que por ello sufriera en modo alguno.
CONTINUARÁ...