Para Al Harum la confianza en el Gran Dios lo era todo. Si pudiéramos definirlo con una palabra, probablemente no encontraríamos otra mejor: la confianza. Y también el pueblo se daba cuenta de aquello. Les resultaba difícil ser como Harum, pero, cuando podían estar físicamente con él, se llenaban de un gozo inexplicable que les hacía engrandecer y santificar sus vidas que discurrían plácidamente alimentadas por aquella extraordinaria energía.
Cuando Harum llegaba a la aldea todo era una fiesta. Todos deseaban su compañía, pero ninguno la monopolizaba. La comunión se convertía en una máxima conocida por los hermanos del desierto. Allí, todos saben que sólo hay un camino: compartir.
La felicidad se mezclaba con lágrimas de agradecimiento y con la emoción de los afectos. Harum se mezclaba como uno más entre ellos, pero su porte majestuoso lo hacía ser reverenciado por los demás. Sin embargo, y a pesar de aquella reverencia que suscitaba, nunca se producía un alejamiento sino que todos acudían en paz a besar sus manos, a recibir su sonrisa, a escuchar su voz.
En sus largos años de vida, Al Harum condujo a su pueblo hacia Dios a través del trato directo.
Y llegó el día de la despedida. Nadie podía imaginar que aquella sería su última visita a la aldea. Aunque Harum era un hombre viejo, parecía no mostrar las marcas del desgaste y aquello hacía que nadie se planteara en ningún momento la hora de su muerte. Su rostro moreno y con ciertas arrugas, hacían de este personaje un ser aun más venerable, pero la palabra decrépito nunca formó parte de los adjetivos a él encomendados. Se mantenía enjuto y sano; sus movimientos eran firmes y seguros; y su espalda siempre llevó su cuerpo en un elegante estado erecto.
Pero Al Harum debía marcharse. Como siempre, esta vez también lo hizo de forma discreta. El pueblo sabía que con la misma suavidad que llegaba a sus vidas, un día desaparecía hasta que llegaba el tiempo de una próxima visita. La esperanza de su vuelta los mantenía a todos con el ánimo contento. Nadie podía sospechar que el fin estaba tan cerca. El momento había llegado y Harúm lo sabía.
Se encaminó hacia el desierto y subió a la más alta de las dunas. Una vez allí, levantó su rostro hacia el cielo y buscó el contacto con el Padre. A Harum siempre le había gustado dirigir la vista al sol oculto entre las nubes, pues allí sentía la presencia del Gran Hacedor.
Dejándose invadir por su fuerza, se entregó a Él en una fusión completa, como jamás pudo imaginar que pudiera suceder. De repente, su cuerpo pareció desintegrarse en el espacio de la Tierra y convertirse en un fuego no destructor.
Al Harum entró en otra nueva dimensión y su rostro se hizo más claro, su barba más redonda y, sus vestiduras, aún siendo casi las mismas se transfomaron en una túnica y un turbante totalmente blancos. Así entró al mundo de lo eterno sin que la muerte tomara posesión de su cuerpo.